viernes, agosto 29, 2003

Día 29. La historia comienza aquí


La música era el único sonido que se escuchaba en la casa. Todas las luces estaban apagadas, a pesar de lo cual una suave penumbra rodeaba las distintas habitaciones, fruto de una enorme luna llena.
Unas risas acompañaron el ruido de la cerradura al abrirse la puerta. Las risas siguieron su camino hasta la cocina. Allí se tornaron en un grito desgarrado seguido por el rápido tumulto de pasos apresurados hacia la entrada de la casa. Ahora ya no había alegría, sino llanto. Se distinguía una voz masculina aunque quejumbrosa y afeminada en su tono rasgado por la sorpresa y el pánico. La otra voz, femenina, parecía más firme y trataba de imponerse y calmar el ambiente. Entonces fue cuando notaron el sonido de la música. De repente todo fue como al principio. Sólo los suaves acordes de la melodía acompañada por una voz que buscaba nuevos sentidos al vulgar instinto del amor. La pareja llegó a un acuerdo. Él llamaría a la policía y ella husmearía la casa por si todavía había alguien dentro.
Se separaron. Para ella fue un alivio. Siempre había creído que su amor por él era verdadero pero se descubrió pensando en cuánto lo despreciaba por la forma en la que había reaccionado ante esta situación. Ya nada sería como antes. Avanzaba a hurtadillas por el pasillo con todos sus sentidos alerta, tratando de escuchar el más mínimo roce procedente de cualquiera de las habitaciones, aunque los gimoteos de él al teléfono tratando de explicar a la policía lo que había visto no la ayudaban demasiado. Llegó al cuarto del ordenador, de donde provenía la música. Notó que estaba pisando líquido, de hecho casi perdió el equilibrio al resbalar sobre este. La pantalla del ordenador brillaba y eso daba un aspecto más siniestro a la habitación. Comenzó a descubrir los macabros detalles. En la alfombrilla del ratón había una cabeza que parecía mirar hacia el monitor. Por el suelo habían esparcidos restos aunque no podía precisar de cuantos humanos. También había algo que se parecía remotamente a un perro pero totalmente empapado en lo que supuso que era sangre. Entonces fue cuando se dio cuenta del hedor que había en la habitación. Apestaba a sangre, a ese dulzón aroma que inunda los mataderos. Le vinieron a la memoria imágenes de una vez en la que había visitado con el colegio, siendo niña, una granja y en el paseo por las distintas instalaciones habían estado en el matadero. Aunque no estaban matando ningún animal cuando lo visitaron y a pesar de que todo parecía muy limpio, el olor de la sangre era muy acusado. Así es como apestaba aquella habitación. No se le ocurrió encender la luz. Quizás fuese mejor así. Al menos con la luz apagada la carnicería que parecía haber ocurrido en su casa no se mostraba en todo su esplendor. Su casa, ese lugar que hasta ese momento había considerado su hogar pero en el que no quería volver a pasar ni un instante más de los precisos. Volvió a la entrada. Él seguía gimoteando. Ya había acabado de hablar con la policía. Pensó en contarle lo que había visto en la habitación pero no estaba dispuesta a soportar otro ataque de histerismo. Al menos todavía. Los segundos parecían regodearse en su corta vida y transcurrían demoledoramente lentos. Podía sentir como cada instante se alejaba. Finalmente el sonido de la sirena policial rompió el embrujo del momento y todo pareció volver a su forma natural. Salieron a la puerta a recibirlos.