viernes, agosto 22, 2003

Día 22. Vuelta a casa



El trámite en la comisaría se hizo eterno. Primero la espera en el parque y luego las interminables sesiones de preguntas, siempre las mismas, siempre en el mismo orden. Ellos querían saber, pero los chicos no tenían respuestas. Encontraron el ojo casualmente, por azar, por estar en el lugar inadecuado en el momento inoportuno. Pudo ser cualquier otra persona pero fueron ellos.
Las preguntas se repetían sin cesar:
- ¿Qué hacíais en el parque?
- ¿Quién lo vio primero?
- ¿Lo habéis tocado o cambiado de sitio?
- ¿Visteis a alguien sospechoso en el lugar de los hechos?
Una y otra vez a todos juntos y por separado. Susana lo estaba llevando bastante bien. Sólo le preocupaban sus padres que habían sido avisados. Su madre debía estar al borde del colapso sabedora de que su hija estaba en comisaría. Se turnaban dos policías para hacerle las preguntas. Parecían jugar a poli bueno / poli malo. El primero la comprendía y se mostraba como un amigo y el segundo la ponía al borde de las lágrimas. Ella soportaba con paciencia el proceso, preguntándose cuanto tardarían en darse cuenta de que no sabían nada.
Tras una eternidad los dejaron marcharse. Los padres de todos estaban en la sala de espera. Fue como en las series de televisión, con abrazos y besos. Susana se sorprendió mucho porque sus padres nunca la abrazaban y hoy era como si hubiera escapado de una muerte segura. Camino del coche comenzó el interrogatorio familiar. Querían saberlo todo. Lo que pasó en el parque y lo que pasó en la comisaría. Ella ya no quería hablar, solo quería que la dejaran en paz pero sabía que si no respondía no pararían de preguntar y la falta de respuestas traería también recelos y sospechas. Así que contestó, les contó lo mismo que a los polis, que no sabía nada, que Juan pasó con sus patines sobre el ojo y que eso fue todo. No estaba segura de haberlos convencido pero a ellos les molestó más su descripción del interrogatorio en la policía y su impresión de que la habían tratado como un delincuente y no como un testigo.
Al llegar a su barrio en la Isleta le sorprendió que todo el mundo estuviera en las puertas mirando, viéndoles llegar. Estaban a la expectativa hasta que la novelera oficial del barrio, Julia, se acercó a preguntar y ejercer su oficio. Por supuesto no se dirigió a ella sino a su madre. Ella ya había sido juzgada y condenada.
- ¿Cómo se han enterado? – preguntó a su padre.
- Ha salido en las noticias. Pusieron un plano del lugar y salíais vosotros. No han parado de llamar y de venir a preguntar. Y esa Julia me saca de quicio.
Al menos su padre pensaba como ella.
- ¿Y han dicho algo por la tele?
- No. Sólo que apareció un ojo y que vosotros lo encontrasteis. El juez ha declarado el secreto de sumario pero en la tele dijeron que la policía estaba rastreando los alrededores.
Volvió a concentrarse en sus pensamientos mientras notaba todos los ojos fijos en ella. Avanzaba lentamente hacia su casa junto a su padre. Su madre quedó atrás, más interesada en ser el centro de atención del barrio ese día. Estaba en su salsa.
Mientras caminaban recordó que los policías le habían pedido que apagar su móvil. Lo sacó del bolsillo y lo encendió. No habían pasado ni veinte segundos cuando empezó a sonar. Era Juan.
- ¿Te has enterado que hemos salido por la tele?
- Sí.
- Es increíble, ¿no? Dicen que están buscando el resto del cuerpo en los alrededores.
- Sí, lo sé – dijo ella.
- Estás muy lacónica. ¿No puedes hablar?
- No, ahora no puedo.
- Vale, te llamo luego.
Acabó su conversación y su padre le preguntó quien la había llamado. Se lo dijo. Su padre era diferente, a él se le podían decir las cosas.
Llegaron a casa y él se fue a la cocina a prepararle algo de comer. Ella se sentó frente a la tele, sin saber que hacer. Las noticias ya habían pasado. Se sentía extraña, como ausente. Esto debe ser lo que denominan “shock” en la tele. Era como si pudiera verse desde fuera. Recordaba el ojo allí en el suelo, aplastado y Pedro dando gritos. Recordaba la sensación extraña que tenía en el estómago al ver aquella pequeña pieza fuera de su receptáculo habitual, olvidada por alguien que no le daba importancia. La sangre y el daño que sufrió el ojo no le permitieron ver el color, pero recordaba que lo intentó porque a ella le gustan los chicos con los ojos verdes. Ahora que pensaba en ello, en la comisaría nunca les dijeron el color del ojo.
Sintió una necesidad imperiosa de saber este dato y se prometió a sí misma que más tarde llamaría a los chicos y les preguntaría.
Su padre apareció en la puerta con la comida. Ensalada y una tortilla francesa. Se sentó al lado de ella mientras comía, sin hablar. No hacía falta, no había nada que decir.