domingo, agosto 17, 2003

Día 17. El viaje


Como no podía ser de otra forma, hoy hablaré de mi viaje a Gran Canaria. La larga marcha comenzó en la medianoche del sábado cuando me encaminé al aeropuerto. Saliendo mi avión a las 5.00 de la mañana, y teniendo que estar allí a las 2.30 para recoger los billetes y facturar la única solución es coger uno de los últimos trenes de la noche al aeropuerto, que salen alrededor de las doce y media. Así que allí estoy yo, en el andén esperando que llegue el tren y rodeado de revisores, seis nada más y nada menos. Esto de los revisores es increíble. O no vez ninguno o te los encuentras a todos como me pasó a mí. Mientras esperamos llega un tren que va en dirección opuesta y cuando se baja todo el mundo y suben los nuevos pasajeros hay un negrito en la puerta gritándoles a los revisores que hoy si tiene billete. Aparentemente es un conocido de los revisores que deben perseguirlo a menudo, porque comenzaron a aplaudirle y a gritarle cosas mientras el colega se ponía a enseñar el billete desde la puerta del tren y a practicar una especie de danza atávica. Como sería el escándalo que la gente comenzó a asomarse por las ventanillas del tren y el maquinista tocó la bocina un par de veces lo que animó más al colega que continuaba con su danza desenfrenada jaleado por los revisores. Cuando el tren arrancó el pibe aún tuvo tiempo de hacernos una luna llena, o sea, enseñarnos su culo negro por la ventana de la puerta para gozo y algarabía de los que nos encontrábamos en el andén.
Tras esto llegó mi tren y todos los revisores se subieron, se dividieron en grupos de dos y rastrearon el tren de cabo a rabo pidiendo a todo el mundo los billetes, con lo que si sois buenos en matemáticas habréis concluido que me pidieron el billete tres veces. En mi vagón había tres bebas de quince o dieciséis años y un bebo de esa edad más o menos que se sentaba al otro lado del pasillo pero a su altura. Las chicas hablaban entre ellas pero aparentemente decidieron que querían sal así que se sentaron junto al chico, se presentaron, una le puso la mano en la pierna y si no es porque llegamos a la estación, se lo follan allí mismo. Después de calentarlo más que los fogones del Titanic se bajaron y dejaron al chaval con la verga dura y un calentón del quince.
Tras este pequeño incidente continuamos sin mayores sucesos hasta el aeropuerto. Schiphol a la una de la mañana es un sitio lleno de gente. Se cruzan los que esperan por los familiares que llegan en los charter que aterrizan entre una y tres con los que llegan como yo en el último tren para partir en los charter que despegan entre cinco y seis, y que son unos 20 en total. Si hacéis vuestras cuentas son unas cuantas miles de personas en el aeropuerto todos reunidos en los bares y cafeterías de la entrada principal, que a esa hora presentan un aspecto completo. Me apalanco por allí a esperar que abra la agencia de viajes tomando un cafelito.
A las dos y media voy a recoger mi billete. Esto es ciencia ficción en España. Para comprarlo llamo por teléfono, hago la reserva, les doy un nombre, una dirección y un número de fax, me mandan por fax la confirmación, la firmo, lo devuelvo por fax, y ya está. Voy al aeropuerto y el billete está allí esperando por mí y sólo tengo que pagar y recogerlo. Esto en España no pasaría. Allí se fían de que los datos que das son los correctos y de que te vas a presentar. Siempre me fascina cuando llego con mi copia del fax y tienen el billete preparado. Esta vez para los curiosos he pagado 149 + 15 euros de tasas. O sea, 163 euros por un billete de ida y vuelta Ámsterdam – Gran Canaria. La ida es con Transavia en vuelo regular y la vuelta con Martinair en charter.
Ya en el avión me siento en la segunda fila y tengo una clara visión de la cabina del piloto. Este sale a hablar con el personal de cabina (antiguas azafatas) y ¡Dios! El pelucón que lleva el tío da un cante del quince, y encima lo tiene descolocado. Un matojo de pelo falso en la cabeza todo torcido y ese era el que tiene que llevar el Boeing 757-300 con 218 personas a bordo. Una pinta de chaflaneja del quince, de desgraciado que no puede pagarse un peluquín en condiciones. Estoy aún recuperándome del shock cuando aparece un azafato de ascendencia hindú, de casi dos metros y que iba dejando un rastro de aceite por todo el aparato, bamboleando la mano mientras se movía. Yo no sé que tengo con estos amanerados que me ven y se pirran. Fue verme y buscar la forma de pasar por el pasillo cuando alguien más pasaba a mi altura para ponerme el culete y el paquetón por la cara. Estuvo haciendo esto hasta que despegamos. Dios castiga a los pecadores y cuando estaba haciendo el show del chaleco salvavidas y las puertas de emergencia se arreó un cabezazo contra el monitor del techo que se oyó en todo el avión. Junto a él en la parte de adelante del avión estaba la azafata más vieja que he visto en mi vida y yo las he visto bien viejas que he volado en vuelos internacionales de iberia. La tía tenía las patas de gallo más desarrolladas que he visto desde que se murió “Lolita Pluma”. Un corral entero de patas de gallo en la cara que el maquillaje no hacía sino acentuar. Cuando el del bisoñé avisó de que cerraran puertas y armaran rampas, el mariquita se miró las uñas y le dijo a la abuela “hazlo tú mujer que a mí se me rompen las uñas”.
Pasé el vuelo durmiendo, despertándome cada hora o así con los bandazos que pegaba el avión porque tuvimos un vuelo plagado de turbulencias. Por suerte yo duermo como un venado en esos trastos.
La llegada fue espectacular porque el avión tiene una cámara en el tren de aterrizaje (comprado de segunda mano a Condor Air, con el logotipo de Condor todavía en un montón de sitios y todos los mensajes en Alemán e Inglés) y parecía estar viendo una partida del Flight simulator. Por desgracia en el aterrizaje el del pelo postizo no estuvo muy afinado y cuando impactamos contra tierra rebotamos que dio gusto. Solo recuerdo otra vez en la que el piloto fue tan necio y fue en un Binter Canarias aterrizando en los Rodeos.