viernes, agosto 08, 2003

Día 8. Los patinadores


Los chicos iban a patinar todas las tardes al parque Santa Catalina. Les gustaba por las amplias superficies que allí habían, sin vehículos, sin obstáculos, sin niños pequeños ni estúpidas madres que les echaran la bronca cada vez que se aproximaban a sus pequeñas alimañas. Además, el parque se dividía en zonas. Estaba la parte trasera, desierta, con poca iluminación por las noches, rodeada por un descampado en donde los mendigos gastaban su sueño. Limitaba con el muelle, al que se podía llegar desde allí, lo cual era otro aliciente. Se podía patinar por toda esa zona, salvo la franja más próxima al descampado, en donde el olor de la orina y de las heces de los mendigos, no aconsejaba el acercarse.
En la parte delantera se ponían los skaters. A ellos les gustaban los paterres con cemento, que simulaban rampas, y que les permitían realizar sus filigranas. Los patinadores también subían por esas rampas, pero como todos sabemos, ambos grupos no se llevan muy bien, así que preferían la parte trasera del parque para sus reuniones. La unión entre ambos mundos era a través de un pasadizo que cruzaba entre dos antiguos edificios remozados. Uno era el Elder y el otro Miller. En uno habían hecho una amplia plaza cubierta, que, como posteriormente se descubrió, sólo servía para que durmieran los mendigos, por lo que el ayuntamiento se vio obligado a poner verjas en sus puertas, y cerrar la plaza, convirtiéndolo finalmente en una inmensa e inútil mole de añejos ladrillos, con algo que, la elite intelectual y posiblemente estúpida de la ciudad, denominaba solera. El otro era un proyecto de museo y un proyecto de aparcamiento. Quedó en eso, en proyecto, porque la desidia y el desinterés de los gobernantes municipales impidió que en él se llegara a hacer algo.
Ese día los muchachos llegaron un poco más tarde que de costumbre al parque. La culpa la tuvo el fútbol. Daban un partido por la tele y no se lo quisieron perder. Después de que hubo acabado, se reunieron, y tiraron para el parque. Eran un grupo heterogéneo. Cinco amigos, cuatro chicos y una chica, audaces y despreocupados. Todos tenían patines con ruedas en línea, aunque unos llevaban las cuatro ruedas, y otros, por fardar, sólo llevaban dos, las más exteriores, según ellos, eso les daba mayor velocidad y mayor control, según las malas lenguas, eran como los catalanes, y lo hacían sólo por ahorrar, ya que así cuando se les desgastaban las dos ruedas, tenían de repuesto las que habían quitado. La chica parecía la más responsable, por lo menos era la que menos se la jugaba a la hora de inventar nuevas piruetas, o de repetir las que los otros habían realizado. Su edad, así como el ejercicio, le habían moldeado un cuerpo bonito, y ella, que lo sabía, no dudaba en usar ropa que lo resaltara. Aquel día parecía la Nancy patinadora. Llevaba sus rodilleras y las protecciones de las manos a juego con la ropa que se había puesto. Ellos no resaltaban precisamente por el cuidado en el vestir. Tampoco les hacia falta. Eran jóvenes, y aún no habían llegado a la edad en que hay que preocuparse por el qué dirán.
Entraron al parque desde la calle de los bancos, y una vez llegaron a él, dieron una vuelta alrededor de los skaters, para ver qué hacían y quienes estaban hoy, y después enfocaron el pasadizo entre los edificios. Al cruzarlo, comenzó el ritual de dar unas cuantas vueltas antes de sentarse a hablar. Uno de ellos iba patinando hacia atrás, alardeando de su dominio sobre los patines. De repente, algo que pisó, sonó y le frenó el pie. Perdió el equilibrio, y casi no pudo recobrarlo. Una vez se hubo recuperado, se detuvo y se acercó a lo que había pisado. Supuso que sería una mierda de perro. Era muy habitual que los insolidarios dueños, cuando sacaban sus animales a hacer sus necesidades, no las recogieran. En esta ciudad, o quizás en todas las ciudades, pocos son capaces de discernir lo fácil que sería mejorar la calidad de vida con esas pequeñas acciones. Cuando llegó a su lado, se dio cuenta que era algo raro. Estaba rodeado de líquido rojo, parecido a la sangre, y era como una pequeña masa blanquecina. Se agachó a mirarla, y entonces comprendió lo que era. Un ojo aplastado lo miraba desde el suelo. El patín lo había destrozado, pero aún se podía reconocer lo que era. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Se quedó allí, mirándolo, sin saber qué decir o qué hacer. Los otros, al comprobar que no iba con ellos y que estaba agachado mirando algo muy interesado, se acercaron. Él no les dijo nada. Cada uno lo descubrió por sí mismo. Cuando se oyó el grito, el chico, que se llamaba Juan, supuso que era ella, Susana, la que se había puesto a gritar. Sin embargo, al levantar la vista, vio que ella sólo lloraba, mientras que el que estaba preso de un ataque de histeria era Pedro. Había perdido el equilibrio y había caído al suelo, en donde seguía gritando. Sus gritos atrajeron la atención de otras personas que estaban en el parque. Por fin, Juan reaccionó.
- No os mováis. Voy a avisar a la policía, quedaos aquí.
Salió patinando hacia el edificio de protección civil, que estaba en el otro lado del parque.
Susana se acercó a Pedro y lo sacudió. Eso pareció tranquilizarlo. La gente que estaba en los alrededores se estaban acercando a ver qué pasaba. Es curioso como cualquier atisbo de problema atrae siempre a las multitudes. Nos regodeamos en el mal ajeno. Se comenzó a formar un círculo alrededor de los chicos, que permanecían allí, custodiando el ojo aplastado, mientras el público circundante elaboraba las primeras versiones, y los que iban llegando, a partir de informaciones sesgadas intuidas al espiar las conversaciones ajenas, comenzaban a plantear exóticas historias para explicarlo.
Finalmente Juan apareció, acompañado de un par de guardias municipales y de personal de protección civil. Los policías, después de mirar el ojo, avisaron por sus emisoras y comenzaron a dispersar a la gente. Por supuesto, eso produjo el efecto contrario. Ahora, venía gente de las terrazas del parque, curiosos ansiosos por saber. Los cinco muchachos fueron aislados del resto. Tenían que declarar. Aparecieron nuevos policías que comenzaron a rastrear el parque en busca de nuevos restos. Trajeron perros, aunque fueron inútiles. Esos animales están acostumbrados a buscar droga, no partes de seres humanos. Los mendigos, que ya habían tomado posesión de la trasera del parque, fueron expulsados, en bien de la investigación. Curiosamente llegó una ambulancia. ¿Para qué? El ojo cupo en una pequeña bolsa, pero, por razones burocráticas, ese traslado se tenía que hacer en una ambulancia.
Comenzó la tertulia. Hasta que no llegase el juez de guardia, no se podía levantar el ojo. Y a los jueces de guardia les gusta hacerse esperar.